Un detective irascible, con métodos poco ortodoxos y adicto a las pastillas, deja su trabajo en Bruselas y pide el traslado al pequeño pueblo de su infancia. Tras las muerte de su mujer en circunstancias que desconocemos, él y su hija adolescente se proponen comenzar una nueva vida. No será así de simple. Recién llegados a su casa, es requerido por la comisaría. Un cadáver aparece flotando en el río y todo indica que el ermitaño del bosque es el culpable. Con el correr de la investigación, veremos que hay varias aristas por analizar: el club de fútbol de inferiores en donde circula dinero negro de las apuestas ilegales, los amores no correspondidos de adultos y jóvenes, símbolos satánicos y presencias místicas de la Virgen, odio racial y discriminación a los inmigrantes africanos, y un laaargo etcétera.
Es en esa divergencia de temáticas y en cómo se abre el espectro de la historia en donde La Trêve sale perdiendo. No todas las pistas terminan teniendo sentido para la investigación y algunas quedan sin explicación (lo que no sería algo negativo si efectivamente las pudiéramos unir nosotros) y, lo que es peor, sin lógica cuando se revela al homicida. Las actuaciones también dejan bastante que desear: la exageración está a la orden del día y esa pasada de rosca en algunas escenas genera gracia más que dramatismo.
La Trêve es una propuesta floja si se la compara con otras similares llegadas de Europa. El recurso de pueblo chico-infierno grande suele copar las sugerencias de Netflix al punto de crear una repetición muy evidente. La fórmula puede funcionar, pero no siempre. Los últimos dos capítulos son de una velocidad y energías tremendas, apuntalando lo que debería haber sido un excelente desenlace. El ‘whodunit’ está metido con fórceps y nos cuestionamos el haberle dedicado 10 horas de nuestra vida a la serie.
Por Damián Serviddio