En el año 1985, nueve agentes de la CIA son asesinados en Moscú tras caer su fachada y ser reveladas sus verdaderas identidades. Cinco años después, y sin conexión aparente con esos sucesos, Anna es reclutada para trabajar en una exclusiva agencia de modelos parisina. Pasar de vender matrioshkas a ser una de las figuras más cotizadas de la pasarela representa un cambio asombroso en su vida. Lo mismo ocurre cuando en realidad sabemos que está trabajando encubierta para la KGB.
Luc Besson siempre tuvo debilidad por las mujeres fuertes y la transición de Anna en súper espía no es la excepción. El director, y aquí también guionista, abusa de las idas y vueltas sorpresivas en la cronología del relato. Pero en un punto esos flashbacks sorpresivos terminan siendo parte fundamental de lo que se propuso contar, y de cómo lo quiso hacer. Al principio enojan, luego esas vueltas de timón enrevesadas son celebradas.
También hay que decir que el guión está plagado de lugares comunes, algunas actuaciones demasiado flojas y persecuciones mal resueltas desde la edición. “Anna: el peligro tiene nombre” genera sensaciones encontradas: un comienzo auspicioso que luego no logra sostenerse por buena parte de su primera mitad, hasta que la escena del restaurante eleva el tono y nos mete de prepo en toda la energía y violencia que Besson venía negándonos. Una propuesta algo despareja que se sostiene en gran medida gracias a la solvencia de su elenco encabezado por Sasha Luss, Helen Mirren, Luke Evans y Cillian Murphy.
Por Damián Serviddio