En 2018, el reboot de la saga salida del videojuego y que hacía casi 15 años no pasaba por las salas de cine, generaba curiosidad entre los fanáticos de Lara Croft, que todavía los tiene. Para quienes no tenemos ese factor emotivo en medio del camino, la elección de Alicia Vikander como protagonista se entendía más desde la propuesta de construir una figura heroica fuerte, sin la necesidad de ser voluptuosa y aggiornando el sentido de la aventura a una versión femenina de Indiana Jones, por poner un ejemplo. La premisa no estaba mal, sobre todo porque Vikander se mete a la platea en el bolsillo a fuerza de simpatía, energía y con un par de sonrisas alcanza para convencernos de que la cámara la ama.
Sin embargo, el gran problema del cine de acción es cuando no sólo el argumento es disparatado (ya estamos acostumbrados a meternos en el cuento que intentan contarnos a pesar de que haga agua por todos lados), sino que carece de toda aventura mínimamente interesante. El peor pecado del cine de divertimento es aburrir, y poco es lo que puede hacer la ganadora de Óscar en una cinta que lejos está del vértigo de sus dos predecesoras, que dicho sea de paso, tampoco eran grandes exponentes del género. Una secuela de la franquicia suena poco probable de acá en más analizando los números de taquilla.